San Juan Berchmans nació en 1599 en Bélgica. Fue miembro de una familia sencilla. Su padre trabajaba como zapatero y su madre se dedicaba a los quehaceres de la casa. Ella tenía una salud muy precaria, por lo que el pequeño Juan se encargaba de cuidar a sus hermanos menores y de ayudar a su mamá. A los 10 años consiguió su primer empleo, gracias a la ayuda de un sacerdote amigo. Con lo que ganaba ayudaba en los gastos familiares.
Años después se trasladó a Malinas, donde trabajó como empleado de un canónico como preceptor de niños. Muy pronto se abriría en la ciudad un colegio jesuita, al que Berchmans decidió ingresar.
Siendo un buen estudiante, Juan quedó impresionado con la espiritualidad jesuita y comenzó a pensar en hacerse hijo de San Ignacio. Su padre se opuso rotundamente a tal consideración, pero al mismo tiempo quedó impresionado por la determinación de su hijo. Estando en el noviciado jesuita, Juan recibió la noticia de que su madre estaba agonizando. Lamentablemente, Juan no pudo regresar a casa. Una hermosa carta, llena de consuelo espiritual, llegó a manos de su padre. Era Juan, expresando de manera notable su esperanza en Dios en medio de la dolorosa circunstancia, y la seguridad en las promesas de Dios. En ese momento, su padre entendió que la vocación de su hijo iba en serio.
En 1618 fue enviado al Colegio Romano de los jesuitas, en la Ciudad Eterna. Allí destacó en los estudios y deberes. Poseía una habilidad especial para los idiomas. Conocía muy bien lenguas como el inglés, el francés, alemán, flamenco, italiano, latín y griego.
A Juan en el seminario lo llamaban “el hermano alegre”, porque siempre era amable, jovial y atento con todos. A varios hermanos jesuitas les bastaba su presencia para ponerse contentos. Esto resultaba bastante llamativo, cada vez que el buen Juan admitía cuánto le costaba vivir con personas tan distintas a él. Cuánto bien le brotaba del corazón, se lo atribuía a la Madre de Dios. Tenía una tierna devoción por Ella. Estaba convencido de la centralidad que María tenía en la salvación de cada persona. Juan solía decir: “si logro amar a María, tengo segura mi salvación; perseveraré en la vida religiosa, alcanzaré cuanto quisiere; en una palabra, seré todopoderoso”. Sin duda, estas palabras no constituían un exceso verbal. Era Juan, tan agradecido con la Virgen, que de alguna manera parafraseaba a San Agustín con su “ama y haz lo que quieras”. Todos los días se repetía: “quiero amar a María”. El Padre Juan Berchman llegó a hacerle esta promesa a la Virgen: “afirmar y defender dondequiera la Inmaculada Concepción de la Virgen María”.
Luego de un certamen en el seminario, Juan tuvo que ser ingresado a la enfermería por unos dolores de cabeza. Su superior ya se había percatado meses antes de estos malestares y de su cansancio crónico, pero casi nadie lo había tomado como un síntoma grave, debido a que Berchmans siempre estaba atento a servir y a realizar sus deberes.
Su salud fue decayendo bruscamente hasta que partió a la Casa del Padre el 13 de agosto de 1621, en palabras de sus amigos, como consecuencia de un “total agotamiento”. Es muy probable que haya padecido una afección pulmonar. Tenía solo 20 años.
Fue beatificado en 1865 por el Beato Pío IX y canonizado en 1888 por el Papa León XIII. Su fiesta se celebra cada 26 de noviembre.