Cuando partió el pastel de su cumpleaños 87, Rogelio vio que en un costado del queque aparecía la palabra Yeyo. Sonrió y dijo: “Así me llamaba mi familia cuando era pequeño”. Fueron de las últimas palabras, con sentido hondo y tierno al mismo tiempo, que nuestro P. Pedraz dijo 9 días antes de morir. De este hombre fiel, recio, emprendedor, dinámico, eléctrico, decían algunos de los que trabajaban con él, quedaba al final la ternura del décimo de once hermanos; algo que los años y el deterioro cognitivo no habían podido borrar. Y es que Pedraz, debajo de su dinamismo y su aparente dureza, era un jesuita de una enorme finura espiritual. Llevaba en el corazón las palabras de Mons. Romero diciéndoles a él y al “gordo” Jerez, que si era preciso les pediría a ambos de rodillas que Roge, como le decíamos los amigos, se quedara en El Salvador al frente de la radio YSAX. Antes había trabajado en Radio Santa María, en la República Dominicana, organizando escuelas radiofónicas. De ahí había pasado a Costa Rica con el mismo trabajo. Y al fin convirtió la radio del arzobispado en un impresionante amplificador de la voz de Mons. Romero. Con tal fuerza y audiencia que en los casi tres años que estuvo al frente de la radio tuvo que sufrir amenazas y bombas, al tiempo que hacía esfuerzos permanentes por conservarla en el aire.
Esas fueron sus raíces en El Salvador. Tras la muerte de Mons. Romero pasó a dirigir la imprenta de la UCA. Eficiente administrador, multiplicador incansable de textos cuando la letra escrita se veía tan peligrosa como la voz de los profetas, se ganó también algunas bombas del terrorismo de estado, que había intentado silenciar antes a la radio que él dirigía y que asesinó a Mons. Romero. Pero para Rogelio la dificultad y la amenaza se convertían en estímulo. Cuando mataron a los jesuitas la misa exequial se celebró en el auditorio de la Universidad. La decisión era que nadie entraría armado a la misa. Y ahí estaba este hombre pequeño y enjuto, con los brazos en cruz, apoyados en las jambas de la puerta trasera del Auditorio, diciéndoles a los muy armados y grandotes guardaespaldas del embajador americano que nadie entraba con armas en el auditorio.
Su capacidad práctica, su rectitud personal, su libertad para manifestar su opinión y su desacuerdo, así como su fidelidad a la amistad y sus importantes contactos, habían llevado a Ellacuría, poco antes de que le mataran, a querer nombrarlo miembro de la Junta de Directores de la Universidad. Tras la muerte de los compañeros se nacionalizó salvadoreño. Salió después rumbo a Honduras a dirigir otra emisora, Radio Progreso. Aun no sabiendo inglés, se hizo amigo cercano de los jesuitas norteamericanos. De nuevo levantó la economía de una obra en crisis, y su fama de buen administrador lo llevó de nuevo a El Salvador como ecónomo de Provincia y administrador del Externado de San José. Y por supuesto, hizo honor a su fama. Ya con el peso de los años y el deseo de servir pastoralmente, algo que en El Salvador le había hecho cercano a bastantes sacerdotes del clero secular, salió hacia Guatemala donde cargaba con gusto con todos los trabajos pastorales que se le encomendaran. Un proceso de deterioro cognitivo llevó a los superiores a traerle de nuevo a El Salvador. Reducido en sus actividades pastorales, no tenía ningún problema en preparar la mesa para el almuerzo. Estar activo era su deseo permanente.
Cuando se vino ya a vivir en santa Tecla, necesitado ya del apoyo de enfermera, se esforzaba todavía por servir, especialmente al P. Aguilar, también retirado y necesitado de apoyo. Se desesperaba un poco por la lentitud en comer del buen Aguilucho, pero le esperaba caminando y moviéndose por el comedor. Lo acompañaba al fin al cuarto, y solo después de prepararle la cama, se retiraba a su propio cuarto. Fiel a la Misa diaria, hace algunos meses decidió decirla él, cuando ya el recuerdo y la palabra flaqueaba. René Guerra se sentó a su lado y le fue apoyando en los momentos en los que la vacilación o la memoria le paralizaban. Y con sus pequeñas vacilaciones, a todos los de la casa, que generalmente escuchábamos la Misa del celebrante principal, nos hizo participar y concelebrar, repitiendo todos juntos la fórmula de la consagración. Hombre libre, decidió seguir su vocación de ser fiel a Dios, a la Compañía y a la amistad desde el deseo de servir y multiplicar lo bueno y lo noble de la vida. Los que lo conocimos y disfrutamos de su amistad lo recordaremos siempre como un ejemplo de fidelidad, trabajo y buen hacer en todo lo que la Compañía le fue encomendando a lo largo de la vida