En el siglo XV, Enrique VI prohibió besarse a modo de medida preventiva para evitar el contagio de la peste. No es algo nuevo para el ser humano tener que enfrentarse a epidemias o pandemias y a las consecuencias y restricciones de estas, y tampoco lo es para la sociedad moderna (recordemos el brote epidémico de ébola en el año 2014).
A pesar de esto, la crisis del COVID-19 ha tenido un impacto sin precedentes en nuestras vidas, obligándonos a modificar nuestros hábitos e impidiéndonos ver a nuestros seres queridos o incluso (en los peores casos) poder despedirnos de ellos. Tras semanas de adaptación a esta situación llega lo que ya se conoce como nueva “normalidad”, nombre que tiene varias implicaciones, siendo la más importante el punto de inflexión que supone respecto a lo que conocíamos como “normal”. Esto supone que, ahora que por fin podemos empezar a salir a la calle y, poco a poco, a tener más libertades, tengamos que afrontar una nueva adaptación.
No es solo la incorporación de la mascarilla y/o los guantes para nuestro trabajo o actividades cotidianas, o tener que hacer cola para comprar como si estuviésemos esperando para un concierto, sin saber si vamos a ser capaces de conseguir estar en primera fila (o llevarnos esa codiciada caja de guantes, en este caso).
Tras este tiempo de confinamiento, al que nos hemos ido adaptando mejor o peor, una de las adaptaciones que parece más complicada y que tendremos que llevar a cabo a partir de ahora es la de nuestra vida social, en especial en países como el nuestro, en los que el contacto físico no es algo exclusivo de la intimidad o de personas entre las que haya una gran confianza. Cada vez somos más quienes nos preguntamos cómo va a afectar esto a nuestra forma de relacionarnos.
Puede resultar complicado concebir una vida en la que esté restringido el contacto físico o en la que haya que extremar la precaución en este aspecto. El sentido del tacto ha sido ampliamente reconocido por su importante rol en numerosas formas de la comunicación social, y no solo en seres humanos, sino en numerosas especies animales. Aparte de su función puramente sensorial, mediante el tacto nos llega información a áreas del cerebro relacionadas con la emoción y, de esta forma, el contacto físico con otras personas interviene en nuestras respuestas emocionales, comportamentales y hormonales.
Tras el aislamiento y la consecuente falta de estimulación, muchas personas pueden estar experimentando una gran angustia. Estos efectos en la salud mental se han investigado en múltiples ocasiones en el contexto de las prisiones, donde las personas que han estado en aislamiento pueden llegar a desarrollar síntomas de Trastorno por Estrés Postraumático debido a este estrés generado al no poder establecer un contacto adecuado con la realidad.
¿Qué podemos hacer para facilitar esta adaptación a la nueva normalidad? Haciendo referencia a nuestro artículo sobre los Trastornos de Adaptación, nos pueden ser de ayuda los conceptos de “personalidad resistente” y “sentido de coherencia”. El primero fue definido por Kobasa en 1979, siendo característico de personas que se perciben como capaces de influir sobre eventos externos; con compromiso e implicación hacia actividades, metas y relaciones interpersonales y que ven el cambio como un desafío y no como una amenaza. Similar es el constructo “sentido de coherencia”, definido por Antonovsky en el 1986 como la orientación del individuo a creer que su entorno es comprensible, manejable y con significado.
Hacer que nuestra nueva normalidad tenga estas características es fundamental para adaptarnos a ella. A continuación especificamos una serie de recomendaciones con las que pretendemos dar pie, sobre todo, a la reflexión. Cuando no podemos cambiar la realidad, tenemos que cambiar nuestra forma en que la percibimos.